EL CUARTELAZO DE
LEGUÍA
(POR HÉCTOR LÓPEZ
MARTÍNEZ)
Héctor López Martínez
Actualizado el 04/07/2019 a las 23:30
“Leguía temió que, en las elecciones de 1919,
el Congreso, que le era adverso, terminase dándole el triunfo a Ántero
Aspíllaga”.
"Leguía necesitaba un
Parlamento cortesano y pudo tenerlo durante el oncenio". (Ilustración:
Giovanni Tazza)
"Leguía necesitaba un
Parlamento cortesano y pudo tenerlo durante el oncenio". (Ilustración:
Giovanni Tazza)
El tramo final del segundo
gobierno de José Pardo (1915-1919) estuvo lleno de episodios altamente
conflictivos e incluso sangrientos. La crisis económica afectó cruelmente a las
clases más necesitadas y menudearon las huelgas, los paros generales y los
disturbios vandálicos –alentados por agitadores anarquistas extranjeros– en
Lima y el Callao. El 20 y 21 de mayo de 1919 hubo elecciones presidenciales y
complementarias en todo el país. Desde el primer momento, el candidato Augusto
B. Leguía sacó gran ventaja ante el postulante civilista, Ántero Aspíllaga. Los
escrutinios, sobre todo en provincias, fueron lentos y abundaron las tachas que
debían ser resueltas por el Poder Judicial. Se dice que Leguía temió que, en
última instancia, el Congreso, que le era adverso, terminase dilucidando el
problema electoral dándole el triunfo al candidato civilista. Este habría sido
el motivo que algunos consideraron válido para justificar el golpe de Estado de
aquel año.
En la madrugada del 4 de julio,
dos batallones de la gendarmería –la fuerza creada y destinada exclusivamente a
cuidar el orden público– asaltaron Palacio de Gobierno. José Pardo, varios de
sus ministros y otros personajes prominentes del régimen fueron apresados. El
gobierno no se defendió, o no pudo hacerlo. Insólitamente, esa misma madrugada
el coronel Gerardo Álvarez proclamó a Leguía como presidente provisorio de la
República. El ejército y la marina simplemente dejaron hacer.
Casi al mismo tiempo, una turba
leguiista atacó el local de El Comercio. Dos bombas de dinamita se lanzaron
sobre el techo de los talleres que, por suerte, solo causaron daños materiales
menores. Aprovechando el breve desconcierto, un grupo de atacantes pudo
ingresar al patio del Diario armados con revólveres y, tras intercambiar
disparos con el personal del periódico, terminaron fugando.
Creo que el verdadero motivo del
cuartelazo fue el deseo de Leguía de disolver el Congreso –que entonces se
renovaba por tercios– ya que arrastraba una amarga experiencia de su primer
gobierno cuando el compacto bloque parlamentario civilista frenó sus arrestos
autoritarios. Leguía necesitaba un Parlamento cortesano y pudo tenerlo durante
el oncenio.
En su extenso manifiesto
inaugural Leguía dijo, entre otras cosas, que “el país requería reformas
constitucionales que desterraran para siempre la vergüenza intolerable de los
gobiernos burocráticos y personales condenados a la pasión y al error”. El
ideólogo de estas reformas fue Mariano H. Cornejo, nombrado ministro de
Gobierno en el Gabinete que inmediatamente formó Leguía. Pocos días después, el
llamado presidente provisorio convocó elecciones para formar un nuevo Congreso
–senadores y diputados– que, en un primer momento, debía funcionar como
Asamblea Nacional y dictar una Constitución que sería sometida a un plebiscito.
Solo el presidente del Senado y director de El Comercio, Antonio Miró Quesada,
protestó públicamente ante el atropello legicida. En la Cámara de Diputados
hubo un penoso mutismo.
Las reformas que Leguía envió a
la Asamblea Nacional eran 19. Se suprimía la elección parlamentaria por
tercios, estableciéndose la renovación total del Congreso; la elección de los
miembros del Legislativo debía coincidir con la del presidente y
vicepresidentes de la República; el mandato presidencial duraría cinco años;
desaparecían los parlamentarios suplentes, entre otras. Estas reformas, declaró
Leguía, eran intangibles. Javier Prado protestó en defensa del fuero
parlamentario que no podía aceptar imposiciones. ‘Intangible’, según el
diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, es aquello “que no debe
o no puede tocarse”. Intervino entonces en la polémica Mariano H. Cornejo,
quien presidía la Asamblea, y propuso que intangible se cambiara por
irrevocable, o sea “lo que no se puede revocar o anular”, pero sí cambiar y
mejorar. La Constitución se promulgó el 18 de enero de 1920 y el Congreso
proclamó a Leguía como presidente constitucional de la República. Así comenzó
la “Patria Nueva”.
Leguía apresuró la desaparición
de los viejos partidos tradicionales, el Civil, de Manuel Pardo, el Demócrata,
de Nicolás de Piérola, y el Liberal, de Augusto Durand. Solo el Partido
Constitucional, del mariscal Andrés Avelino Cáceres, apoyó al nuevo mandatario.
Leguía hizo escarnio de las leyes y mofa del Poder Judicial. Se rodeó de
aduladores y para sus adversarios solo hubo cárceles y deportación. A ellos les
llamaba despectivamente “malditos” y “réprobos”. Jorge Basadre, comentando la
dureza y el odio que abundó en el régimen de Leguía y su desastroso final a
causa del golpe militar del comandante Luis Miguel Sánchez Cerro, escribió: “En
gran parte, la política de sanción a los caídos en 1930 y el ensañamiento feroz
con el ex presidente Leguía tiene un antecedente en el estado de ánimo
exacerbado que el leguiismo creó en 1919 y cultivó durante once años”. Tal vez
vale la pena recordar el viejo refrán castellano que dice: “Quien siembra
vientos cosecha tempestades”.
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